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jueves, 12 de septiembre de 2019

Ávila

     En el gozo de un patio entre naranjos, el agua en un manantial profundo que a umbría sabe, pinta ciudades con la espátula sobe el lienzo que se torna piel y estío mientras amanece. Pero, ¿qué ciudades? Acaso variaciones sobre una ciudad fronteriza, junto a un valle luminoso, ceñida de murallas, herida de torres.

    Allí la piedra es imagen del silencio y del musgo, o tal vez oración del Ángelus. Tortuosas calles que en su recuerdo sigue paseando como pobladas por la madre de la nieve, bajo un cielo tan claro y azul que entristecería al cristal. Y una catedral al fondo, con doblar de vibrantes campanas que ahora, en ese patio, tan al sur, enhebran las agujas de la belleza.

      Quisiera retornar siempre, y en el desvelo de la pintura un tizón rasga merlones sobre el adarve, mientras la piedra románica arde ensombreciendo al sol. Claustros, palacios, iglesias, un fulgir de la piedra en su propio recuerdo. No es un sueño, puesto que tiene nombre: Ávila.

      Y cuando el trazo erige torres habitadas de cigüeñas, garabatos en el aire, en el corazón una estela de luz caldea el destierro: volver. Y sus ojos se tornan espejos o un río que fluye, inacabado, en las entrañas del universo. No dejará de pintar el tuétano de esa ciudad de piedra, dormida en una incisión enamorada de su memoria.

Fernando Alda Sánchez


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