Con una mano casi muerta, después de tanto dolor, rasga el laúd, y en la llorosa música recuerda un viaje de argonautas, a lomos de mula, entre las paredes de adobe y el sol de Castilla, el cielo purísimo por bandera. ¿Hacia dónde?
Campanas en el atardecer que nombran la nostalgia, la ceniza del hueso o la belleza de la rosa, que es sangre, y es vida, y caminos.
¿Un laúd en una choza? Aquí no hay princesas que cantar, ni amor cortés, ni melancólicos atardeceres, porque el invierno entre el adobe y el rescoldo de la encina se pasa recio, sin almíbares. ¿Y por qué no adornar de terciopelo el filo de la espada o vestir de perlas las espinas del zarzal? Aunque debajo de la piel los gusanos taladren túneles, y en el alma, vencidas, giman la pena o la culpa, es arte, malabarismo de poeta, y viajes, cruzando mapas, países, tinieblas y cañadas oscuras, como el salmista, vaciando palabras y enmascarando sentimientos.
¿Cuándo dirás la verdad? Que no hay final, solo el cielo arriba, la luz, el otoño abrasando los chopos o el trazo del ala de un pájaro que cae con la tarde.
Si esa belleza llega a herirte, como la miseria, la ruin caída de los ángeles desterrados de este mundo, del valle de lágrimas, la mirada cortante del huérfano... si llega a herirte, si deja una quemazón, como el paso envenenado de un reptil o saurio de fuego, aunque nadie te escuche, sabrás de Dios, de lo eterno, de ese gusto, en los labios o el paladar profundo, a barro y a nada. Habrás rozado lo más oculto, ese ser hombre, en el sudor y en la frente, tras ser expulsado del Paraíso.
Fernando Alda Sánchez
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