Como el constructor de catedrales quisieras modelar la arcilla y la sangre, o levantar un templo todo cristal y altura, en el que la piedra se hace dócil junco, para ahondar en la memoria y dejar recuerdo. Y quizá una catedral imaginas en el sueño, vencidas las brumas de lo consciente, que pudiera ser un paraíso y otros admirasen, desde la terca realidad la pulsión que sigue haciendo mover la máquina de la vida.
En esas misteriosas arquitecturas, edificaciones del infinito sobre cimientos de nostalgia y piedras preciosas, vela con la intensidad del náufrago que abrazado a un madero no quiere desfallecer ante la proximidad del día, la esperanza de perdurar, tal vez en las venas del que sería tu vástago, y dejase flores de recuerdo para templar el mármol y la soledad, en la larga noche de los cementerios.
Crear. Así suena de rotundo el verbo, como si sólo fuese la palabra. Crear para vivir, y saber que el cierzo no incuba sus negros huevos cuando tus manos modelan o imaginas. Ese es el sueño, y acaso la condena, pues no sabemos si las ascuas que nos abrasan la mirada, son el último resplandor o solo el comienzo. Deja pasar el agua, que tampoco conoce su camino y está sola. Hay senderos, oasis, dédalos de la imaginación en los que hundir la fiebre. Y así contemplarás, en el abismo que media entre la lucidez y la locura, el nombre del arte y la desolación.
Fernando Alda Sánchez
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