Péndulos inmateriales que fijan
ritmos para el espíritu.
Sucesivos estados de ánimo
albergan galerías de espejos,
azogue marchito, la frecuencia
cardíaca de un corazón en llamas.
Lacustres palafitos en los que habitar
junto a la locura,
ánimas incrédulas, un paisaje
de cráteres, zanjas
que habrán de llenarse de huérfanos
despojos humanos.
Así son los sueños,
estancias vacías que vas
poblando de una materia
incorpórea, amoldable
según las circunstancias,
siempre atenta a las señales
inconfundibles del miedo.
Son tú mismo, tu propio
tejido, el retrato
fiel de tu inconsistencia.
Habitas los sueños sin fe,
con la duda cabal de que a la postre
todo es ceniza y duelo: si te mueres
no contemplarás más amaneceres,
desnudo entre la luz,
desde las torres de los templos,
ni te resguardarás bajo un alero
cuando el granizo son las balas
en una batalla, ni habrá besos
o caricias dóciles, ni el aire
entrará puro en los pulmones
y los esponjará invitándote a la alegría.
Si te mueres, tal vez soñar
sea solo una línea
continua, un fundido en negro,
el caparazón de un escarabajo
que alguien aplasta con la suela
del zapato. Los sueños se mueren
contigo, sin descendencia,
pues no admiten traspasos,
jamás podrás vivir los sueños
vagabundos de otro o vestir
su traje y calarte
ufano su sombrero.
Los sueños también regresan
al polvo, a la tierra, a la arena
inerte desde la que un día
se alzaban para ser,
para sentir, para dar el fruto
que no pueden entregar,
imposible el vuelo que quisieras
imprimirles, extranjeros en una patria
a la que no perteneces,
y en la que sin embargo
no tienes más remedio que vivir.
Cálido es su discurso,
el abrazo de lo que no existe
pero se asoma a la imaginación:
mejor soñar que morir
en la hora incierta en la que no
hay más remedio que ceñir
el talle de la muerte y bailar
con ella hasta la extenuación.
Si yo te dijera...
Fernando Alda Sánchez
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