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miércoles, 9 de octubre de 2019

Ciudades

Habita la piedra ciudades

místicas en las que el viento
desciende por escalinatas
de pórfido, y de fondo se descubre
un paisaje imaginario
en el que se mecen árboles
ardiendo o brillan ojos de obsidiana,
y es todo transparente,
inconsútil, como de aire mismo,
y nunca se pone el sol
ni la oscuridad enmascara la belleza.
Hay otras personas, y fuentes
inagotables, y música
suavísima, una visión
en la que quedarse dentro
eternamente, el alma
flotando leve entre ventalles
de glicinias, soltadas las amarras
y el navío a merced de una corriente
que avanza sin fuerza alguna, apenas
desmayada, en el rumbo
que fija una brújula
sin gravedad, como si ni el éter
opusiese resistencia.
Duerme la piedra en ciudades
eternamente devastadas
por el musgo lúbrico,
por arácnidos viscosos,
escolopendras de fuego
o terrosos saurios, lejos
aún de una bandera o de un faro
en los que encontrar el signo
cierto de la victoria.
Nombres de ciudades,
urbes jamás contadas
a las que no ha llegado
viajero alguno,
en las que sueña la piedra
con foros enlosados de tristeza,
con ombligos que son cimientos,
palacios, templos, mastabas,
o los más humildes cubículos,
sueña la piedra y se levanta
en atalayas para centinelas
sacrílegos que profanan
la extensión de la noche,
la medida de los hombres,
el vaciarse de la arena
a través de la garganta del reloj.
Describo esas ciudades en cuadernos
gastados, con palabras
cansadas, vislumbrando ya el final
incierto del viaje,
respirados y saboreados los lodos
y los polvos de todos los caminos
que no llevan a Roma,
pero en los que hallé
refugio, hogar humilde,
sabia lección, y con los que fui
dibujando un planisferio
sin países, sin montañas,
sin océanos o ríos,
solo con la ruta
solitaria de las más absoluta soledad.

Fernando Alda Sánchez

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