Volutas jónicas, hojas de acanto
para este templo sobre el monte
de la amargura, dinteles, jambas, sillares
que has ido amontonando
para dibujar un paisaje de ruinas
tristísimas, dovelas
arrumbadas, líquenes
triturados, musgo que reviste
muros y sarcófagos, columnas,
plintos, capiteles, una arquitectura
muerta en el sudario del agua,
amortajada por una lluvia
otoñal y fría, que ya no espera
alimentar raíces o ser de ti abrazo
feraz sobre el que crecen las buganvillas
en este jardín recóndito y abandonado.
¿Dónde ahora el peso de los años
mágicos en los que alzabas la copa
por el perpetuo triunfo?
Lamento se han tornado los atardeceres
victoriosos en los que el cárdeno
estandarte de los días de gloria
no se inclinaba nunca,
invasor ejército de mílites
bárbaros que crecían en la almohada
de la lisonja, en el olor del incienso,
en el muelle asiento de la alabanza.
Desmoronados paramentos son hoy
los cimientos sobre los que erguiste
orgulloso el centro de la posesión,
del dinero, del estiércol que atesorabas
ambicioso cuando adorabas
demonios áureos, fuerzas
malignas que atrapaban
tu voluntad en doradas jaulas
terribles en las que no cesaba el tormento
de la avaricia, la desazón del poder,
el deseo irrefrenable de acumular
más y más piedras y metales preciosos.
Entre tanta pared derruida,
junto a tantas puertas
astilladas, contemplas la llovizna
con ojos gastados, el pulso
decaído, esperando pedir
clemencia, aguardando,
tal vez, la penúltima
oportunidad, la inconclusa salvación.
Déjalo, ya no merece la pena...
Fernando Alda Sánchez
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