Esa noche descubrimos la Vía Láctea.
Los niños, por primera vez;
otros, la volvimos a soñar.
Millones de estrellas
ardiendo a años luz de nuestros
sentimientos, como pavesas
o rescoldos a años de vida de nuestras
soledades y sentires, flotando,
como el origen de todas las esperanzas,
el fulgor de Dios, el esplendor
de su Creación que sigue iluminando
las huellas que dejamos en el barro,
efímero rastro en las cumbres
de las montañas. Sed de Ti, Señor mío,
Dios mío, Abba, pues en el imaginado
alumbrar de las estrellas se que está tu aliento,
al igual que en la humilde paja
de los pesebres. Sed de Ti, Eterno,
tan inalcanzable y tan cercano,
que desde el fin del firmamento de buscas,
me hablas, me amas. Es ternura. ¡Oh, noche
profundísima! ¡Oh, cedros que el aire
animan! ¡Oh, luceros y estrellas
que mi nombre escriben en la quietud
del alma en estos páramos de sombra,
de sol y de nada!
Fernando Alda Sánchez
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