
Necesitamos de apegos, de compañías, incluso de la compañía de la soledad, para no estar solos, para no desplomarnos en medio del paisaje, del vacío. Por eso encendemos hogueras, o simples velas, desde la noche de los tiempos, breves luces cuyo resplandor nos ofrece la sensación de un hogar, por humilde que sea. Por eso oramos, por eso elevamos nuestras plegarias al Padre, para no estar solos, para no consumirnos frente al vacío, para seguir viviendo.
Hoy el viento dibuja nostalgias entre las torres de Ávila. Lo veo mecer los sueños de la ciudad, moverlos caóticamente como las hojas de este otoño que, por fin, parece que ha llegado de verdad, ajustando el calendario y los relojes. El viento desentraña caminos en las veletas, aunque es caprichoso, y cambia de dirección, para confundirnos más aún si cabe, para que no encontremos certezas ni sepamos hacia donde va. Es así de misterioso y de voluble.
No iré tras él viento. Mi patria está en los caminos, pero no está tan lejos. Correría el riesgo de que mis raíces se secasen, se perdiesen en un vano intento por alcanzar lo que no tiene origen ni fin. Seguiré escuchando el viento golpear contra las ventanas de la casa, que ahora vive en un extraño silencio, como si estuviese anhelando a los que la habitan en esa espera en la que Penélope teje y desteje los días y las horas, los deseos, las lluvias y las soledades, aguardando el ensalmo de la alegría del retorno, del viaje acabado, del héroe que llega a su casa desarbolado, pero lúcidamente entero.
Dejemos volar al viento.
Fernando Alda Sánchez
Foto: elmercaderdelmar.com
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